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EL OPTIMISMO OFICIALPor
Hernán Maldonado
Con las manos en los bolsillos de su abrigo, luciendo más sereno que
nervioso, el presidente dijo que salía a dar aliento a sus milicianos quienes
se habían apostado en el cerro de Laikakota y en otros puntos de la ciudad
para resistir cualquier intento contra su gobierno.
Subió a su vehículo, pero no se dirigió a Miraflores, sino al aeropuerto
donde lo esperaba un avión con los motores encendidos para llevarlo a su
exilio en Lima.
Si Paz Estenssoro, antes de irse, hubiera dicho la verdad, muchas vidas se
habrían salvado aquel día. Quizás sus milicianos habrían levantado los brazos
sin combatir. La fuerza aérea no habría ametrallado ni bombardeado Laikakota.
¿Tiene derecho un presidente a mentirle a su país? Esta es una pregunta de
difícil respuesta. La principal excusa es que un presidente, justamente por
su alta investidura, no debe llevar al desánimo, el desaliento ni sembrar el
pesimismo entre sus conciudadanos.
Muy de acuerdo. El problema es cuando de la mentira se hace política de
Estado hasta que la realidad hace que aquella estalle en pedazos con peores
consecuencias.
El propio Paz Estenssoro, en otras circunstancias, optó por la verdad. "El
país se nos muere", dijo en 1985. Enseguida logró poner en pie la economía
nacional al precio altísimo del hambre y la desocupación que todavía se
arrastra en Bolivia como una enfermedad incurable.
Desde entonces, con muy pocas variables, los que le han sucedido en el
cargo nos pintan panoramas idílicos, son padres de hermosas frases, son
constructores de felicidades inexistentes y el país parece estar cada vez
peor que antes y no porque lo diga la prensa, sino las estadísticas puras y
frías que hablan de un crecimiento económico que jamás ha llegado ni siquiera
a un mínimo razonable del 7 por ciento.
"Bolivia en positivo" es la consigna del actual gobierno y a través de ella
quiere mostrarnos un país con escuelas bien dotadas, con maestros bien
pagados, con un pujante sector empresarial privado, con unas fuerzas armadas
y policiales bien equipadas; con un poder legislativo ejemplar, un poder
judicial eficiente; una inexistente inseguridad ciudadana, un poder ejecutivo
con ministros probos y capaces, etc, etc. Fantasía pura y simple.
Quizás por esto, porque sus aúlicos lo han convencido y él ni siquiera se
toma la molestia de leer los periódicos, ni escuchar radio ni ver TV, el
presidente Hugo Bánzer Suárez la vez que tiene un micrófono a mano nos
promete un paraíso que sólo está en su imaginación.
Con motivo de convocar al Diálogo Nacional II, nos aseguró la semana pasada
que para el 2002, cuando terminará su periodo, se habrá acabado la pobreza en
el país. Es decir, que hará buena su principal promesa electoral: ¡Guerra
contra la pobreza!
Si Bánzer más que presidente fuera un estadista, sabría que no puede hacer
este tipo de alegres aseveraciones, pero las hace con alevosía. Expresa la
misma irresponsabilidad con la que accedió al poder sin tener ni siquiera un
programa de gobierno.
Y como desde el principio no sabía sobre qué bases gobernar, convocó al
Diálogo Nacional I para que las fuerzas vivas de la nación le dijeran qué
hacer. Ahora que los organismos internacionales se aprestan a condonar una
colosal deuda con la condición de que esos 1,300 millones de dólares vayan a
programas destinados a combatir la pobreza, el gobierno se da cuenta que
jamás tuvo ningún plan para su cacareada "guerra contra la pobreza".
El régimen es tan huérfano de luces y de talento, que los busca (con el
nuevo Diálogo) en el poder civil y religioso, pasando otra vez por encima del
Parlamento Nacional, que por mandato constitucional es el organismo donde
deben trazarse las grandes políticas nacionales, donde moros y cristianos
deben consensuar acuerdos porque en cada uno de ellos está depositada la
voluntad de la nación.
¿Es o no es verdad?, preguntaría mi amigo el padre José Gramunt de Moragas
S.J.
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