Lunes 8 de abril del 2002
LOS CADAVERES SIN ZAPATOS
Por
Hernán Maldonado
Una camioneta se detuvo en la esquina de la avenida Camacho y la calle Bueno. Descendieron apresuradamente de allí una media docena de carabineros armados y algunos hombres de civil. Todos lucían un brazalete blanco. El que parecía un oficial ordenó a todos los que hacíamos cola para comprar el pan mañanero a volver de inmediato a nuestras casas. "¡La revolución ha comenzado!, gritó.
Eran las 6 de la mañana del miércoles 9 de abril de 1952. La multitud creció en lugar de dispersarse y ante los hechos la camioneta, con sus hombres nerviosos, partió rauda hacia Miraflores. Radio Illimani había propalado ya la noticia y la gente se volcaba a las calles. No se escuchaba ningún tiro o sea que parecía que no había tal revolución.
Transcurrió toda la mañana y todo eran rumores hasta entrada la tarde cuando se escucharon los primeros disparos. Hasta entonces nadie se había puesto de acuerdo sobre si levantar en aquella esquina una barricada, pero finalmente prevaleció el criterio de que se perjudicaría a las ambulancias que llegarían a la Asistencia Pública, sita a unos 50 metros.
Como a las 4 de la tarde apareció un hombre en el zaguán de la casa donde yo vivía portando un fusil Mauser. Lo seguían otros hombres desarmados. "Son fabriles", dijo la portera. El hombre fue ayudado a ponerse una extensa faja que le cubría todo el dorso. Me quedé con la duda de saber si eso le serviría de algo ante un balazo.
Más tarde sabríamos que en esa jornada se negociaba en Laja un pacto entre movimientistas y falangistas mientras los regimientos Bolívar, de Viacha, y Castrillo, de Guaqui, convergían sobre la Ceja de El Alto. El regimiento Lanza controlaba Miraflores y los alumnos del Colegio Militar avanzaban desde Irpavi hacia el centro por la hondonada del río Choqueyapu.
Esa noche fue imposible dormir. El tiroteo era como una granizada. Estabamos debajo de las camas cubiertos por colchones. Nunca olvidaré esa ametralladora pesada que ritmicamente golpeaba nuestros oídos. "Son los soldados de El Alto que parece que ya están en San Pedro", comentó mi padre, ex combatiende la guerra del Chaco, quien nos instruia sobre el tipo de arma que era disparada.
El 10 de abril, como a las 10 de la mañana, se reinició el brutal tiroteo. Mis hermanas mayores no tuvieron tiempo de terminar de cocinar el arroz con leche, manjar ineludible del Jueves Santo. Entonces retumbó el cielo. Ya no eran sólo fusiles y ametralladoras. Por primera vez escuchamos el estruendo causado por los morteros. No había luz, ni radio. El dueño de casa había puesto candado a la puerta de calle.
Alguien dijo que los cadetes estaban en la esquina de la Camacho y la Bueno. Eso significaba que los revolucionarios llevaban las de perder porque no tardarían en descolgarse desde El Alto las otras unidades militares. Escuchamos que un avión sobrevoló la ciudad arrojando volantes instando a los rebeldes a rendirse, pero el combate prosiguió.
El Viernes Santo amainó la lucha en nuestra zona. Pudimos asomar las narices a la calle pese a las exhortaciones de nuestros mayores para que nos mantengamos bajo las camas. Pasado el mediodía surgió la noticia de que los revolucionarios habían tomado El Alto y que perseguian a los soldados del general Ovidio Quiroga que huían en desbandada. Al caer la tarde la revolución había triunfado. Hasta se improvisó la procesión del Santo Sepulcro.
Volvió Radio Illimani al aire. Se supo lo que había ocurrido en Oruro. Se instaba a donar sangre, vendas, gasas. Había comunicados, mensajes, discursos. La algarabía en la ciudad era inmensa. Los milicianos encaramados en cuando vehículo rodara disparaban sus armas al aire. El poder, según las consignas más repetidas, estaba ahora en manos del pueblo, de los campesinos, los obreros, las gentes de la clase media y la pequeña burguesia…
El sábado en la mañana fuí a la Asistencia Pública escapándome a la vigilancia de mis padres. Seguí a centenares de personas que buscaban a sus seres queridos. En el patio del inmueble, que ordinariamente servía de garaje a las ambulancias, había no menos de 300 cadáveres. Hombres, niños, mujeres, ancianos, de todas las clases sociales, yuxtapuestos en el suelo, algunos con los ojos abiertos, pero todos sin zapatos. Siempre me he preguntado el por qué.
"La revolución es como un parto. El derramamiento de sangre es inevitable", dijo un tal Pelaez Rioja que encabezaba las transmisiones de Radio Illimani. 800 muertos y más de 3.000 heridos fue el saldo del parto de la Revolución Nacional. Bolivia dejó un pasado y empezó a escribir un presente al que todavía no se le ve un futuro. De eso hace exactamente medio siglo.
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