Jueves 23 de marzo del 2006
(Recuerdos de viaje)
UNA JOYITA LLAMADA POTOSI
Por
Hernán Maldonado
Juan José Toro Montoya es el director de El Potosi, y tengo sospechas que también es uno de los principales reporteros, redactores, jefe de redacción e información y corrector de pruebas del principal diario de la Villa Imperial. Tuve la mala idea de visitarlo en su hora de cierre y la conversacion fluyó como sobre un vidrio, que se rompe, pero no se alarga.
Desde miles de kilómetros de distancia siempre quise conocer a Toro Montoya. Me gusta su manera de escribir y creo que hubiera disfrutado con este talentoso joven una noche de bohemia, como en mis viejos tiempos.
Llegué a Potosi para una visita de dos días, de paso al Salar, pero me quedé una semana enamorado de esta joyita boliviana en la que refresqué mis conocimientos históricos, renové mi fe cristiana en el portentoso convento de San Francisco donde todavía está intacto el dormitorio del padre José Zampa, pionero de los movimientos sociales en Bolivia. En su bella iglesia apenas pude mantener la vista en el Cristo de la Veracruz. Impresionante.
"En 1952 fue la última vez que sangró y sudó. Antes lo hacia cada vez que iba a producirse una gran tragedia en el país", explica la guía. Nos asegura que ahora "está encaneciendo" y le crecen los cabellos que le son cortados de cuando en cuando por los franciscanos.
Potosi, a las faldas del imponente Sumaj Orko, es la primera que conozco con su plaza principal inclinada. Algún despistado arruinó su hermosura construyendo edificios modernos en medio de inmuebles coloniales y republicanos.
En el teatro Modesto Omiste, de una exquisita arquitectura colonial, brillan Los Masis de Sucre y el coro de la Universidad de San Francisco Xavier. El paseo peatonal se llena todas las noches hasta las 10. Las callecitas coloniales serpetean por doquier. Felizmente a nadie se le ha ocurrido poner semáforos en el corazón potosino. Y ojalá prohibieran también el tránsito vehicular.
Un buen número de turistas son argentinos y chilenos. "La temporada europea comienza en mayo", dice la guía. La ciudad es limpiecita y sus pocos jardines bien cuidados. La gente piensa que el alcalde René Joaquino lo está haciendo bien. "Ojalá siga siendo sólo alcalde", dicen los que sospechan que el burgomaestre está mirando más arriba.
Hay mucho para ver y disfrutar en Potosi. El tiempo se acorta. Estuve casi una tarde en el convento de Santa Teresa y cuando salí me dio la impresión de haber estado sólo unos minutos. Hubiera querido ver con más detenimiento las obras pictoricas de célebres como Melchor Pérez de Holguin o tocar esas manzanas que todavia cuelgan del cuatricentenario árbol del primer patio del histórico inmueble.
Una experiencia singular es la entrada a la mina, otrora emporio de la riqueza argentífera boliviana. Casi doblados en dos recorremos un inacabable socavón. De cuando en cuando debemos apartarnos de unas precarias rieles enfangadas para dar paso a hombres que cargan mineral en un desvencijado y ruidoso carrito metálico.
Por sugerencia de la guía, a varios mineros les hemos traido coca, gaseosas y básicamente fulminantes y dinamita, de libre venta en los negocios cercanos. Nos mostraron cómo detonar la dinamita. La cooperativa está a 4.010 metros sobre el nivel del mar.
En el oscuro tunel encuentro un minero al que le doy una botella de refresco. Tiene apenas 14 años y el barro lo cubre de pies a cabeza. Es conmovedor. La guía nos muestra al "tio" y le rinde sus respetos encendiéndole un cigarrillo, dándole alcohol y bebiendo ella misma, y rociándole de coca el gigantesco pene. Nos explica el perenne idilio de la "Pachamama y el tio" y nos refiere de las creencias sincréticas de los mineros. Poco antes vimos una gruta con la Virgen María.
Hay tanto para ver y disfrutar en Potosi. Tan grande es la cordialidad de su gente que lo que menos que uno puede prometerse es volver.
(Mañana: Uyuni y su mar de sal)
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