Tierra Lejana-- Página de Hernán Maldonado




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Martes 28 de noviembre del 2000


LOS TROPIEZOS DE LA CANCILLERIA

Por Hernán Maldonado


Javier Murillo de la Rocha
En 1997, en medio de la mediocridad que caracterizaba al primer gabinete del presidente Hugo Bánzer Suárez, brillaba con luz propia Javier Murillo de la Rocha al que se le encomendó el ministerio de Relaciones Exteriores.

Lo más prometedor en el flamante ministro era su experiencia. Se pasó más de la mitad de su vida como funcionario de la cancillería. Fue, además, uno de los artífices de la Ley de Servicio Exterior de 1993, con la que el Estado boliviano debería enderezar su servicio diplomático.

Sabido es que en Bolivia no existe una carrera diplomática y los graduados de la Escuela Antonio Quijarro deambulan como columnistas de los diarios o se dedican a otras labores mientras le toca el turno de llegar al poder a su respectivo partido político. Y eso… si es que sobra algún carguito.

Infelizmente así nomás es. El cargo de embajador lo adjudica directamente el presidente de la República entre sus conmilitones, sus chupamedias, sus amigos, los amigos de sus amigos y sus familiares. Con Murillo de la Rocha el país esperaba que esa añeja costumbre se aboliría de raíz. No ocurrió así.

De entrada, Bánzer Suárez dispuso que se le hablara fuerte a Chile. Resultaba inconcebible que aceptara esa política un hombre de la experiencia de Murillo de la Rocha. Nuestro vecino se hizo la burla de la novedosa “política marítima boliviana”.

Como el canciller no paró el exabrupto, entonces tampoco tuvo el coraje para pedir que se cumpliera la Ley del Servicio Exterior y Bánzer llenó la mayoría de las embajadas con una sarta de incapaces, borrachitos, amiguitos, y parientes de toda laya y condición. Inclusive sacó de la embajada de Bélgica a una funcionaria con 7 años de antiguedad para reemplazarla con el yerno de Chito Valle, su propio yerno.

Murillo de la Rocha fue inclusive puesto en ridículo cuando el comandante de las Fuerzas Armadas, almirante Jorge Zabala, al asumir el cargo hace tres años anunció pomposa e irresponsablemente que “en el término de seis meses” presentaría al gobierno un plan para “volver al mar”. Entonces yo propuse que nuestro canciller vaya a los cuarteles a enseñar como armar y desarmar un fusil.

Zabala por fin se fue a su casa el pasado fin de semana, felizmente sin haber presentado su plan. No obstante, no hay que olvidar que cuando Bánzer visitó Santiago con motivo de la Cumbre Iberoamericana, un bufón argentino (hasta ahora no se sabe cómo llegó hasta allí) se acercó a su edecán de la naval con uniforme blanco y le preguntó si no era un heladero…

Esa tremenda falla de seguridad, de burla al protocolo, etc, era suficiente para que Murillo de la Rocha fuera echado. No ocurrió así. Ni siquiera cuando el ridículo en que quedó Bánzer cuando el Regente de la Ciudad de México, Cuahtemoc Cárdenas se negó a recibirlo y entregarle, como es usual, las llaves de la ciudad.

En nuestra cancillería aparentemente ni siquiera se leen los periódicos. Si lo hicieran se habrían enterado que era completamente desaconsejable que Banzer acudiera el pasado 28 de julio a la tercera posesión del presidente Alberto Fujimori. Hay que recordar que en 1995 acudieron a Lima nueve presidentes y que este año todos se excusaron, excepto Bánzer y Gustavo Naboa de Ecuador, porque para todos, menos para nuestro canciller, el nuevo mandato fujimorista tenía la marca del chanchullo antidemocrático y el nausebundo olor de la corrupción.

Tan timorata y cobarde es la acción de la cancillería, que en el último escándalo con motivo del descarado robo del patrimonio nacional (a cargo del agregado cultural peruano), quien llevó la voz cantante, denunció al culpable, provocó su repatriación y la apertura de una investigación binacional, fue el ministro de Educación, Tito Hoz de Vila.

No sólo con su presencia Bánzer le dio un espaldarazo al tramposo de Fujimori sino que ahora nuestra cancillería trató que pasara bajo la mesa el escándalo causado por un coleccionista de arte, vestido de diplomático, a costa de nuestro patrimonio cultural.





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