Un día como hoy el terror se llamó Andrew

bomaher
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Un día como hoy el terror se llamó Andrew

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El huracán Andrew
Por Hernán Maldonado
Un día como hoy, en 1992, el terror se llamó Andrew.

Estaba por empezar mi jornada pasado el mediodía. Vino a mi escritorio el director del periódico, Carlos Verdecia. Fue directo como un balazo.

--Maldonado. Hagan solo dos páginas lo más pronto que puedan y manda a tu gente a casa. Solo sacaremos una edición de emergencia. No vamos a correr riesgos.

Sabía que Miami estaba bajo amenaza de huracán, pero para mi esa solo era una palabra. Jamás había vivido algo semejante en los años que viví en Bolivia o en Venezuela.

Normalmente regresaba a casa a las 11.30 de la noche. Ese domingo era las 4 p.m. y me inundó el miedo al encontrar sin un alma la normalmente atiborrada autopista.

Como en la TV se seguía al milímetro el paso del fenómeno, mi esposa me instó a ir al supermercado a adquirir alimentos perdurables y agua. Cuando llegamos, unas 10.000 personas habían pensado lo mismo. Colas gigantescas para entrar. A las 10 de la noche nos anunciaron que se agotó toda la existencia.

A la 1 de la madrugada empezó el viento. Era atronador. Recordé mi niñez cuando con mis primos nos ocultábamos debajo de un puente metálico en Parotani, que vibraba al paso del tren. Pero ahora el brutal estruendo era de horas.

La electricidad se fue y con ella la TV y la radio. Ignorantes del poder de un huracán, no nos munimos de baterías, de alimentos, agua. Creíamos que todo sería un gran susto y nada más.

La presión sacó de cuajo una ventana del cuarto de uno de mis muchachos. Simultáneamente el techo del dormitorio principal pareció haberse abierto porque la lluvia entraba a chorros. Como a las 3 de la mañana, resolvimos cobijarnos en la plata baja. Desde allí escuchamos que la ventana también voló en pedazos. (Ahí supimos porqué siempre las ventanas son selladas con tapes antes de un huracán, porque estallan los vidrios como un foco al caer al piso).

A las 5 de la mañana amainó el viento y escuchamos voces en el vecindario. Los más audaces ya se habían animado a evaluar los daños. Nuestro techo había volado en un 40%.

Los destrozos en las otras viviendas eran colosales. Los árboles se quedaron sin hojas y muchos se cayeron sobre automóviles y casas. Era un panorama como para llorar, pero lo que yo escuchaba eran risas, muchas risas. Esfuerzos económicos de muchos años perdidos en pocas horas. Risas. Vecinos que apenas se conocían con “helló” (hola) se abrazaban eufóricos.

Había alegría por doquier… Comprendí que era la alegría por haber salido vivos de semejante cataclismo y, lo más importante, supe lo que es un huracán.

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