La Coca Cola sale de Rusia
Por Hernán Maldonado
Lo primero que me llamó la atención cuando llegué a Moscú es que nadie me selló el pasaporte, sino que fue suficiente que mostrara una hojita que, como visa, me extendió el consulado ruso en Washington.
Cuando el vehículo entró en la ciudad, ya anochecía y lo primero que me extrañó fue que había solo una media docena a avisos luminosos en toda esa enorme urbe gris.
Parecía una ciudad sin habitantes por sus calles y avenidas vacías, excepto en las entradas o salidas del Metro, donde se aglomeraban miles de personas.
A primera hora del día siguiente busqué por un negocio o farmacia para comprar un cepillo de dientes. Entré en la Plaza Roja a un edificio en cuyo interior había negocios. Me indicaron dónde podía adquirirlos. Vi una cola. Era para comprarlos. Peor fue mi sorpresa al ver un cepillo de los que usaba mi abuelo antiguamente, con el manguito de madera pintado.
Instalado en el Hotel Rossiya, el mas grande del mundo por sus 6-000 habitaciones, comprobé que hicieron bien en recomendarme me llevara papel higiénico. La ducha no tenía cortinas y al lado de la poseta colgaba un ganchito con papeles que de niño usaba para forrar mis cuadernos…
En algunas esquinas veía pequeñas colas ante una especie de máquinas-tragamonedas como en Occidente. Eran de venta de cerveza. Uno ponía una moneda y un chorrito de agua lavaba el vaso de vidrio colocado boca abajo por cada usuario, antes de llenarlo con cerveza.
Instalado ya en las oficinas de UPI en el Centro de Prensa, mi jefe, Herman Beals, me asomó a la ventana y me dijo: Mira si estos rusos no son cabeza-cuadradas. Hace una hora que dejó de llover torrencialmente y ahora están lavando la avenida desde sus cisternas…
Un día antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos Moscú-1980, el Comité Organizador, como de costumbre, ofreció un agasajo a periodistas e invitados espèciales. La novedad estaba en que la Coca Cola sería presentada como una de las patrocinadoras del evento. Por primera vez la Unión Soviética abría sus puertas a empresas occidentales. (Ahora esto no va más por la invasión rusa a Ucrania).
Fluyó champán a raudales (una botella costaba el equivalente a 3 dólares), pero lo inaudito para los periodistas extranjeros fue que entre el millar de asistentes, los altos, medianos y demás funcionarios rellenaban sus bolsillos con todo artículo que tuviera el logotipo de la Coca Cola.
Como boliviano, me parecía ver ekekos, cargando latas, servilletas, abridores de botellas, encendedores, llaveros, platos de cartón y cerámica, etc. etc. Hasta ahora no sé si me entristecí o si disfruté de ese “espectáculo”.
Y cuando ya iban a terminar los Juegos, padecí de piedras en los riñones y debí ser hospitalizado (Esa es otra historia) y mis jefes ordenaron mi inmediata evacuación.
Tomé un avión que hacía la ruta vía Londres hasta Nueva York y ahí debía cambiar para Caracas, mi sede. Al salir de Moscú me quitaron la hojita con la que entré de modo que al pisar suelo estadounidense me esperaban tres agentes de inmigración.
Si no tenía en mi pasaporte ningún sello de entrada ni salida de Moscú y mi avión provenía de Londres, ¿cómo es que ellos sabían que yo había estado en la Unión Soviética?
Les dije que había estado en los Juegos Olímpìcos y les respondí una veintena de preguntas. Les mostré mi credencial de la United Press International. Fue suficiente. Me acompañaron al avión del vuelo para Caracas y me dije a mi mismo: ¡Que poderosa es la UPI!