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Miércoles 18 de agosto de 1999


LA HUMILLANTE DEPENDENCIA

Por Hernán Maldonado


Miami - Don Vicente Asturizaga era muy querido en la vecindad. Si un cortocircuito había arruinado una plancha, él estaba allí para solucionarlo. Si el drenaje del lavaplatos se había tupido, él resolvía el problema y si el niño del compadre no tenía juguetes, él se ingeniaba para fabricar un camioncito de madera.

Y como era chofer de la Posta Municipal sabía de mecánica como el que más. En sus ratos libres se procuraba ingresos adicionales con sus habilidades. Era un hombre de la sonrisa permanente y nunca parecía estar malhumorado.

En las mañanas, antes de marcharse al trabajo, ayudaba a su mujer, doña Petra, a acicalar a las niñas para que fueran a la escuela y no descuidaba dar el buenos días a todos los vecinos que hallaba a su paso.

Las viejas del barrio solían comentar en voz baja cosas como: "Claro, don Vicente es de buena familia". "Yo no sé cómo se ha acholado, si sus padres tenían casas en la avenida Perú". "Pero si don Vicente es bachiller". "Si, pues, de ahí viene su educación", etc.

De pronto, allá por los primeros años del 50, don Vicente empezó a cambiar. Llegaba tarde a la casa y con tragos encima. A los reclamos de la mujer, le respondía con una tanda de improperios. Ya no se levantaba a despedir a las niñas para ir al colegio y tampoco les ayudaba en sus tareas. Ahora aparecía con una barba de dos o tres días y la ropa descuidada.

Como empezó a faltar al trabajo y se le descontaba, se inició también en el crédito. Prestadito aquí, prestadito allá. Aún así no le faltaban excusas para un festejo, ya sea un cumpleaños, un bautizo, o un aniversario. Muchas de esas fiestas eran de varios días de duración.

A las fiestas religiosas no peregrinaba solo, sino con la familia. Doña Petra solía recordarle que las niñas no podían faltarse a clases en pleno agosto, pero él se salía con la suya diciéndole: "En una semana no se van a atrasar mucho. Se prestan, pues, las tareas..." Y después la Fiesta de la Cruz, del Señor del Gran Poder, de la Exaltación, de la Asuncion, etc, etc.

El tendero que le prestaba para la comida dejó de hacerlo por falta de pago. Lo mismo ocurrió con el panadero. Le cortaron la electricidad, pero él se las arreglaba para tener luz. El vecino que vio intervenidos sus cables se enojó con él. Otros, burlados en el pago de sus acreencias, hicieron lo propio.

Las peleas domésticas, por las estrecheces económicas, pasaron de las palabras a los hechos. Pero, tras evaporarse el alcohol, la reconciliación volvía al hogar ante la perspectiva de alguna nueva fiesta o un feriado cívico.

No obstante, las niñas estaban tan traumatizadas que cuando don Vicente tardaba en llegar a casa, las tres se ocultaban bajo la cama (y a veces amanecían allí) instándole su progenitora, en medio de llantos nerviosos, a hacer lo mismo. La madre, entre trompadas y reconciliaciones, lo que trajo al mundo fue otra boca más para alimentar.

No podía ser más inoportuna la llegada del varoncito. Don Vicente se había abandonado definitivamente al alcohol y había quedado sin trabajo. Fue la época en que perdió el "don". Para todos era ya simplemente "el Vicente".

Cuando la familia no pudo pagar más la renta del cuartucho donde se apretujaban los seis, el dueño de casa los llenaba de insultos una mañana si y otra no. Algunos vecinos se condolían y abogaban por él. "Es excombatiente de la Guerra del Chaco", decían.

Llegó el día en que el casero le puso un candado al cuartucho con las niñas adentro. La madre tocó las puertas a la solidaridad. Algunas se abrieron, otras no. Y es que en todos estos años don Vicente había incumplido tanto sus promesas de no volver a beber, de no volver a fiestear, de esmerarse en su trabajo, de dedicarse más a su hogar, etc etc. que parecía que todos le habían perdido la fe.

El dueño de casa le perdió el respeto. No sólo que lo insultaba, sino que una tarde en que en el callejón de entrada coincidió con don Vicente -- que se recogía a pleno sol con un aliento como para marchitar un eucalipto --, le exigió que le pagara las rentas atrasadas. El borrachito, de alguna parte de su inconsciencia, sacó el valor para mandar a su interpelante al carajo.

Fue entonces que el casero la emprendió a puñetazos y patadas contra el infeliz. Los vecinos fueron incapaces de intervenir. Los niños, azorados, temblabamos al ver la paliza. Don Vicente, que no le temió a las balas durante tres años en el Chaco, era zarandeado como una bolsa de papas sin atinar a defenderse. Algunas vecinas armándose de valor corrieron patio adentro para decirle a doña Petra que "el coronel" estaba moliendo a golpes a su marido.

Por supuesto que el tal "coronel" era el principal acreedor de los Azturizaga. No sólo le debían largos meses de renta, sino que también era su prestamista. A la hora de hacer cuentas, no contaba que don Vicente en sus buenos tiempos le sirvió de plomero, carpintero, electricista, mecánico y chofer, las más de las veces sin cobrar ni un peso.

Esta semana he recordado la tragedia de esa familia a propósito de un puñado de crónicas aparecidas en la prensa boliviana sobre nuestra ultrajante dependencia de los Estados Unidos, puesta nuevamente de manifiesto con el caso Diodato. Unánimemente se pide hacer respetar nuestra soberanía, pero sólo muy tangencialmente se recuerda cómo hemos llegado a hipotecarla o pignorarla.

Préstamo aquí, préstamo allá... ¿Cuánto y desde cuándo le debemos al Tio Sam? ¿Cuándo vamos a parar de endeudarnos?

¿Quiénes nos han puesto en esta vergonzosa situación al punto que su embajadora no tiene empacho en insultarnos al decirnos que los bolivianos no tenemos cojones...

¡Vamos a reaccionar! o ¿seguimos de farra?