Tierra Lejana-- Página de Hernán Maldonado




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Martes 30 de enero del 2001


LOS BOCADILLOS EN LAS OFICINAS

Por Hernán Maldonado


Los periódicos bolivianos destacan la iniciativa de una transnacional de comidas rápidas que ahora vende sus hamburguesas en las oficinas valiéndose de “muchachitos bien uniformados y provistos de recipientes térmicos” que se ganan así honradamente sus pesitos.

“Es que es eso lo que falta a nuestras empresas: agresividad, buena relación pública —no dependientes que atiendan como haciéndonos un favor—, ideas, esfuerzo y calidad. Trabajando de este modo, estamos seguros que no puede haber mercado que se resista”, según el entusiasta subeditorial del pasado fin de semana en La Prensa, diario paceño.

Finalmente parece haberse superado una etapa en la que no sé todavía por qué razones se prohibía terminantemente en las oficinas comer un bocadillo en medio de una jornada laboral. Esa pregunta siempre me ha intrigado, más desde que llegué a Estados Unidos donde al mediodía o en la nochecita es difícil refrenar las glándulas salivales de los inevitables aromas a cebollas, ajos, cilandro, carne o pollo frito.

Aunque en la mayor parte de las oficinas siempre existe un cuartito que sirve de comedor, el 90 por ciento de los empleados a la hora de su lunch comen sobre sus escritorios. A pesar de los años que vivo aquí, nunca he podido hacer algo similar y yo creo que se trata de un trauma que arrastro desde el primer y único año en que me desempeñé como funcionario público.

Era el año 1969 y fungía como Jefe de Relaciones Públicas del Consejo Nacional del Menor (Coname). Nuestras oficinas funcionaban en el Ministerio del Trabajo. Por razones de espacio, lo que antes era una sola oficina, había sido dividida en 10 con paredes de cartón. Los empleados siempre debíamos hablar en voz baja si no queríamos molestar a los del ¨despacho” contiguo.

Todos los días, a golpe de 10 de la mañana acudía al edificio una mujer potosina ya entrada en años que vendía salteñas. Al comienzo traía sólo una pequeña canasta bajo el brazo, pero como sus bocadillos tuvieron amplia aceptación, al poco tiempo apareció con un balay.

Todo andaba sobre ruedas hasta que una mañana la presidenta de Coname, la señora Elsa Omiste de Ovando, prohibió “terminantemente” que los empleados comieran salteñas en horas de oficina.

Sin embargo, después de dos días, todos parecían haberse olvidado de la prohibición. Ocurrió otra severa advertencia y esta vez la esposa del presidente de la república de entonces, que tenía fama de mal humor, amenazó con despedir al empleado que incumpliera sus órdenes.

Pasó un tiempo en que los empleados miraban a las salteñas con el mismo entusiasmo que al veneno. Los que no nos resistíamos a su embrujo nos escapábamos hasta una puerta de calle, a donde los policías habían hecho retroceder a la potosina.

Como doña Elsa prefería despachar desde su casa, la terminante prohibición con amenaza de despido fue relajándose y poco a poco todo volvió a ser como antes, de manera que una mañana mi secretaria me dijo: “Señor Maldonado, la potosina está en la puerta, pedimos? ¡Por supuesto!, le respondí.

Yo estaba absorto preparando el resumen de prensa, tijeras en mano, y la ví entrar con el paquetito de papel periódico. Justamente en ese momento se escucharon gritos en la puerta del edificio: ¿Quién me está comiendo salteñas? ¿Me van a hacer caso o no? ¡Boten a ésta mujer de aquí! Pero doña Elsa…

Me quedé congelado mientras escuchaba a nuestra presidenta entrar cubículo por cubículo abriendo personalmente cajones, profiriendo gritos, dando órdenes. Me sentí despedido.

Entró a lo que pomposamente denominábamos el “Departamento de Relaciones Públicas de Coname”. “Aquí han estado comiendo salteñas”, rugió, mientras abría las gavetas de mi escritorio. “No es verdad doña Elsa”, le dije acercándome lo más que pude como para que sintiera mi aliento.

Y entonces se volvió al escritorio de mi secretaria. Hizo la misma revisión, incluyendo el basurero, y yo esperaba que en cualquier segundo gritaría en triunfo o de rabia al encontrar las cuatro salteñas. Pero no encontró nada y salió furiosa estrellando la puerta Yo no podía creerlo.

Mi secretaria estaba con la vista fija en la pared del frente, como hipnotizada y formaba en su sillón un perfecto ángulo recto de las piernas para arriba. Irma Sonia ¿qué hizo con las salteñas?, le pregunté.

“Estoy sentada sobre ellas, señor Maldonado”, me dijo sin mover un pelo. Estaba petrificada.

En eso entró la dietista, otra aficionada a las salteñas y que sí había alcanzado a comerlas cuando comenzó el incidente.

“¿Saben una cosa?, dijo con una sonrisa que no disimulaba su nerviosidad. “Apenas entró la señora a su oficina, me llamó”, dijo.

“¿Y no notó nada?, le preguntamos

“Tuve que tragarme medio frasco de mi perfume”, dijo.

Ahora 32 años después vuelvo a acordarme de ese incidente a la luz de la información que festejan los diarios bolivianos.





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